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  • Nos hallamos por lo tanto ante una visi n

    2019-04-29

    Nos hallamos, por lo tanto, ante una visión del mar como teatro de transformaciones beneficiosas para el equilibrio natural. En este caso, Pacheco propone un efímero esencialmente positivo, una fugacidad cósmica cuya energía nace de la coexistencia dialéctica entre la persistencia y el cambio. El poema “La rueda”, de El silencio de la luna, insiste sobre la necesidad de este vértigo inacabable, sobre las virtudes del “fuego” como motor de vida: Celebración de la metamorfosis, himno ach receptors las propiedades transformadoras del fuego que reconfigura en cada instante los seres y las cosas, este poema recuerda en muchos aspectos aquel “variar segundo tras segundo” que elogia el hablante lírico de “Contraelegía”, en Irás y no volverás. Las dos composiciones proponen una verdadera dialéctica de lo efímero, donde lo fugaz adquiere una dimensión eterna. Y puesto que “sólo perdura la ceniza”, el propio “instante”, cifra por antonomasia de lo efímero, se hace eternamente presente, no a la manera de la verticalidad bachelardiana del ahora, sino en la rotación continua de la “rueda”. La aparente contrariedad de la afirmación “Sólo el cambio no cambia”, significa que, por tener como propiedad la combustión, el fuego no precisa de reposo o, más exactamente, que ese reposo es la propia combustión. En este sentido, se puede entender que el “cambio” no cambia, precisamente porque la inestabilidad ya forma parte de su esencia. La imagen de la “rueda” sirve para ilustrar este hecho, ya que adquiere su significado, no en el reposo, sino en la continua rotación. Notemos de paso cómo ese movimiento es subrayado por la sonoridad de los significantes “funda y fecunda” en el tercer verso, sugiriendo una redundancia acústica que apunta a la energía transformadora del cambio. De hecho la escansión correcta de este segmento de verso prohíbe no advertir la magia reiterativa de las sílabas que le confieren su sentido rítmico.
    El fuego como fuerza destructora endógena Según Elizabeth Monasterios Pérez, la poesía de Pacheco, al igual que la de Octavio Paz, por ejemplo, se nutre de cosmología prehispánica. Con todo, prosigue Monasterios Pérez, Pacheco se demarca de Paz mediante la configuración de un “principio apocalíptico”. La estudiosa constata que “Paz viste el pensamiento náhuatl de reminiscencias orientalistas en las que prima el principio de reconciliación de contrarios”, hecho que ha llevado a buena parte de los estudiosos de la poesía paciana a recurrir a las teorías de Mircea Eliade sobre el eterno retorno, algo poco apropiado a la visión náhuatl del mundo. Monasterios Pérez no ve este imperativo de circularidad en la ach receptors cosmogonía náhuatl, “donde, al contrario, toda creación contiene el principio de su destrucción y donde ha desaparecido el simbolismo del centro”. Para ella, “la poética pachequiana, profundamente vinculada a hemophilia un discurso de desolación sobre la tierra, comporta este principio de irreconciliabilidad” (44). Me gustaría insistir sobre todo en este sentimiento destructivo que se desprende de ciertas composiciones de Pacheco, pero como consecuencia de una catástrofe endógena, es decir, como fruto del fuego inherente al cosmos. Si el mundo es regido por el dinamismo del fuego, este actúa en el seno mismo de la tierra y es capaz de desencadenar las más graves catástrofes naturales. El octavo poemario de José Emilio Pacheco, Miro la tierra (1986), ilustra esta fragilidad de la materia. La primera sección del libro, “Las ruinas de México (Elegía del retorno)”, insiste especialmente en la inmanencia de esta capacidad desintegradora, como se puede comprobar en los siguientes fragmentos: El segundo fragmento retoma la ley del “fuego” del segundo poemario, insistiendo esta vez en la sospecha de una conspiración ígnea encubierta bajo el reposo aparente de las formas. La quietud de la tierra se vuelve sospechosa, ya que “duerme en un polvorín”, referencia a una paz equívoca y traidora. En los cuatro últimos fragmentos, se insiste sobre el carácter endógeno de la destrucción que madura desde dentro para luego estallar por fuera bajo la forma de violentos cataclismos. El resto del poema expresa el poderío de la naturaleza que convierte incluso las construcciones humanas en trampas feroces. Se impone nuevamente la visión del cosmos como caos —caosmos— y toda certeza sobre la solidez de la materia se volatiliza y deja lugar a una sucesión de interrogaciones: Impera un sentimiento trágico, sin duda por la inmediatez del desastre causado por el terremoto de México de 1985 que inspiró estos poemas. El título del libro, Miro la tierra, enuncia desoladamente la actitud de un sujeto que contempla alrededor suyo un universo de ruinas y de escombros. La naturaleza obliga al yo lírico a observar su poder y a valorar las implicaciones nefastas de la ley heracliteana del fuego que había formulado desde su segundo poemario. Selena Millares declara que “las fuerzas terrígenas han de rebelarse contra sus agresores” y Miro la tierra es una “doble elegía, por las víctimas y por ese mundo que agoniza” (1882). Michael J. Doudoroff, por su parte, considera la primera sección del libro como “una respuesta directa e inmediata al terremoto de 1985 en la ciudad de México”, lo que explica la ausencia del “distanciamiento y la ironía de visiones más críticas o contemplativas”. Doudoroff añade que la profecía de la catástrofe, rastreable en la poesía anterior de Pacheco, alcanza en este libro “su realización y su ‘aftershock’, o sismo secundario” (163). Un texto que también ilustra esta precariedad intrínseca de la materia es “Lumbre en el aire” de La arena errante: