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  • Confluye aqu en su literalidad en su capacidad

    2019-04-28

    Confluye aquí, en su literalidad, en su capacidad para evocar cierta “representación pura y simple de lo real”, esa retórica del cuerpo histamine receptor la que hice referencia más arriba. “Cuerpo-texto que destruye el cuerpo-carne pero se monta en él para transformarlo, para sustituirlo”, en la Historia verdadera el cuerpo (propio y de los indígenas) es omnipresente, define incluso el ritmo, la respiración del relato, las digresiones, la caracterización de los personajes, la materia de la memoria. Esta representación de la corporalidad, esta retórica del cuerpo, es el andamiaje que sostiene la forma de la historia. Dicho modo de la memoria y el discurso incluye pero excede la disputa acerca del saber sostenido en la experiencia. A medida histamine receptor que los cuerpos avanzan en el territorio y en el relato se constituyen en piedra de toque en la selección de la materia narrada, definiendo identidades propias y ajenas. En el caso español, a partir del nombre propio; en el caso indígena, la mayoría de las veces retratados como pura corporalidad amontonada, innúmeros cuerpos extraños, opacos al sentido, privados de individuación. Si en la Historia verdadera, la memoria es experiencia sensible, la corporalidad es cifra de esa experiencia. Ya lo hemos mencionado: el cronista ancla en el nombre propio y en su cuerpo, viejo y ajado, la factura de ese “libro muy verdadero”. El proceso de escritura anuda cuerpo (materialidad) del texto y cuerpo del soldado, en una memoria sensitiva que se “presentifica” en un trazo firme, o bien crispado, o sensible. Bernal Díaz borra, corrige, tacha, interlínea: reproduce en el papel la lógica de un desplazamiento que, a pesar de la fuerte impresión de linealidad abonada por las cartas cortesianas, no dejó de ser difícil, oscuro, indefinido e incluso circular algunas veces. Los cuerpos que habitan la Historia verdadera viven y mueren en la doble temporalidad de lo enunciado y de la enunciación. Los “compañeros muertos” son convocados en virtud de la escritura, adquieren una nueva materialidad: la sintagmática corporalidad de la palabra escrita. Papel y tinta proponen una gama cromática acorde con la sustancia del relato: el color claro del papel, los dos tipos de tinta (negra y rojo pardo) de interlineados y tachaduras. Al ahondar la metáfora: la tinta negra se compone de “sales de hierro y humo”, años después, el aliento de la batalla es soporte literal de lo pasado. La Historia verdadera, en su corporalidad de manuscrito y de libro, es “un cuerpo cierto, ese cuerpo cierto sobre el que, según Barthes, parece que los árabes cifraban el valor del texto, en ese cuerpo cierto pero excesivamente incierto porque no reproduce un cuerpo real y sin embargo tampoco es irreal”. Realidad-irrealidad, certeza-incertidumbre, dirección-dispersión: pares antitéticos que han definido el avance conquistador primero y el relato después. Así, el discurso histórico que esta crónica contribuye a decantar pretende ser respuesta, síntesis, coherencia aunque, en la multiplicidad de experiencias e imágenes narradas de distinta manera se descubre como recorte, elipsis, jerar-quización. Con mano firme o temblorosa, con mirada clara en el pasado y ciega en el presente (“Y porque soy viejo de más de ochenta y quatro años y e perdido la vista y el oír”), el narrador de la Historia verdadera se aferra a una memoria poderosa y a una memoria lastre. El autor Bernal Díaz no es, claro está, Funes, el memorioso; anacrónicamente, lo emula y supera: consciente de los límites del texto (del papel, de la tinta, de la inviabilidad de un manuscrito eterno), los reta, los asedia, los expande. Esta voluntad escrituraria y memorialista reproduce la lógica del avance por territorio mesoamericano. Con distinta intensidad, en cada uno de los capítulos de la Historia verdadera se actualizan cansancios, fatigas y peligros, desengaños y ambiciones. En la escritura, la tinta roja o negra trae la reminiscencia del en-frentamiento; las palabras del narrador subrayan la constante voluntad de avance y de conquista, allí donde se hermanan con la lógica del soldado. “Lo que en ellas nos pasó diré adelante”; “digamos cómo Cortés en(…)ió a Guatemuz men-sageros rogándole por la paz, y fue de la (…)nera que diré adelante”. Del primero al último capítulo se reitera el sintagma “y diré adelante”, que marca un pulso continuo, deteniéndose sólo dos veces: ante la escritura letrada de Gó-mara, Illescas y Jovio y, hacia el final del prólogo de la primera edición, ante la inevitabilidad del olvido. Leamos la última frase del último capítulo:
    Deseo y nostalgia: el discurso de lo real en la Historia verdadera Más allá de las afirmaciones de verdad y realidad en las que el texto incurre a cada paso; más allá del detalle (en sus usos narratológicos, retóricos y polémicos); más allá de cierta mimesis entendida como artificio y concebida tanto en sus limitaciones como, en especial, en sus posibilidades, ¿en qué medida puede decirse que la Historia verdadera y las crónicas de Indias de tradición occidental que constituyen el horizonte de formaciones discursivas con las que se discute y en las que se abreva representa lo real? Es claro que no en términos del realismo entendido en sentido restringido, como manifestación estética vinculada a la novela; tampoco en su conformación de “tipos promediales”, aunque en el entrecruzamiento de niveles a los que Auerbach aludía, la Historia verdadera otorgue un lugar principal a lo cotidiano, lo menor y, por tanto, junto con buena parte de los textos de esta temprana Modernidad, abra el camino hacia el realismo moderno. Si algo en la representación de la realidad (pasada pero también presente, por elipsis o contraposición, entre gloriosas conquistas y prosaico orden colonial posterior) puede ser caracterizado como “realista” es en virtud del “deseo de lo real” que la Historia verdadera pone en escena y que, en términos de Hayden White, define el discurso histórico y diferencia su tipo narrativo. Al mirar nuestro corpus desde esta perspectiva, volvemos a encontrarnos en la encrucijada entre el “discurso de ficción (imaginario) y el discurso histórico (referencial)”. Ahora bien, esta encrucijada cambia de sentido si concebimos el “‘discurso de lo real’, en el cual podría incluirse la historia, en relación con ‘el discurso de lo imaginario’ o el ‘discurso del deseo’”, como indica Hayden White. Lo interesante en estas formulaciones es que dichos planos no se presentan como contrapuestos sino que se entrelazan en “el deseo de lo real”. Así, el discurso histórico “hace deseable lo real, convierte lo real en objeto de deseo y lo hace por la imposición, en los acontecimientos que se representan como reales, de la coherencia formal que poseen las historias”. Trama y tropología confluyen para significar lo real y al mismo tiempo señalarlo, en una operación de construcción textual que, no obstante las afirmaciones inmanentistas con que el Bernal Díaz narrador-cronista discute su objeto, interpela a los “curiosos lectores” en función de una expectativa, un deseo y una fuerte estetización (más poderosa aún en la medida en que se la niega a cada paso). Así, deseo, realidad, coherencia, sentido constituyen sintagmas que soportan la escritura en las crónicas, y encuentran su legitimación en la historia como formación discursiva, en la historia como institución ampliamente vinculada a la expansión imperial, tal como señalaba Nebrija respecto a la lengua.